Una historia de terror verdadera
Te voy a contar una historia que te vas a cagar. De las que meten miedito de verdad. Todo lo que en ella narro lo he vivido en primera persona por lo que juro y perjuro que, lo que voy a contarte, sucedió de verdad.
¡Al grano!
Pues resulta que hay una bella y apacible aldea de La Alcarria donde, una vez al año, el terror parece apoderarse de sus calles. Me habían llegado informaciones al respecto y como uno a veces peca de incrédulo e ingenuo, me dije a mí mismo que tenía que comprobarlo en primera persona. El día señalado resultó ser sábado de Carnaval y lo tenía libre, por lo que me animé a comprobar si la leyenda era real o, por lo contrario, hacía honor a su nombre y no era más que fantasía popular.
Madrugón del quince. Cogí mi Smart forTwo y con dos cojones me planté allí a las nueve de la mañana.
¡Ni Dios! Y un frío que te cagas.
Mientras aparco mi pepinaco, a lo lejos, fotografiando una barandilla de un pequeño puente, diviso un fotógrafo con un pedazo de cámara y objetivo de estos “wow”. Pienso: “Este es de los míos”. Error. Me acerco al tipo, que parece vestido para una secuela de Cocodrilo Dundee. Yo, muy afable y con la mejor de mis sonrisas me presento: “Buenas, me llamo Rodrigo bla, bla, bla (…)” Me mira de arriba abajo. Mi Fuji (llevo en la mano una pequeña y cuqui Fujifilm Xf10 doradita) no parece causarle ni la más mínima impresión. Mi credibilidad como fotógrafo está por los suelos. Al menos es lo que yo interpreto al leer la expresión de su cara. Le comento que he venido a ver si es verdad lo que cuentan respecto de lo que allí dicen que sucede y que quiero dejar constancia gráfica. Pienso: “¡Vamos, hombre, que soy de los tuyos coño!” Pero ni con esas. Este tío debe ser un crack jugando al poker. Después de unos cuantos monosílabos por conversación, decido que aquello no va a ir más allá y le dejo afotando la barandilla de hierro oxidada.
¿He dicho que hacía un frío del carajo? El pueblo es pequeño y lo recorrí en media hora. Helado, me propuse encontrar algo que presumo siempre de que se me da muy bien: el bar del pueblo. No hay pueblo sin bar en este santo país. ¡Pero coño, lo que me costó encontrarlo! ¿Un solo puñetero bar? ¡Estamos perdiendo las buenas costumbres, joder! Para colmo, cerrado.
Camino otro rato con la esperanza de sacar alguna foto de estas rurales que tanto nos molan a los modernos de ciudad. Entre tanto, por fin veo a una señora vecina del lugar. Le interrogo acerca de los hechos espeluznantes de los que me han hablado. Su respuesta es taxativa y poco esperanzadora para mí: “¡Uy hijo, pues no vienes pronto tú ni ná!”. La buena señora me comenta también que, en el mejor de los casos, los diablos saldrían a media tarde. ¡Ojo!. Ha dicho diablos. Es la primera vez que alguien menta a los diablos. Pienso para mí que igual la leyenda no es tal. Os voy a poner en antesala de lo que sabía del tema antes de llegar:
Cuenta esa leyenda que una vez al año, en esa villa, decenas de diablos emergen desde las entrañas de la tierra. Es a través de una grieta secreta y de origen desconocido por la cual, estas criaturas tiznadas de negro salen al exterior, sembrando el caos y el terror en los vecinos.
Dicen que los gruñidos y los sonidos que emanan de unos extraños artificios metálicos colgados de sus cinturas (he visto dibujos y pa´ mí que son cencerros) aterrorizan a la población. Las víctimas, según se cuenta, son numerosas. La gente intenta escapar como puede y todo parece transformarse en caos. La gente hará lo imposible por evitar que los diablos embadurnen sus rostros de negro hollín. Si lo logran, los arrastrarán consigo al infra mundo del que proceden.
Bueno, pues eso es más o menos lo que sabía antes de llegar. No me negaréis que, a priori, no acojona. Pues pese a ello, pensé que podría ser un buen sitio para afotar. Por cierto, que no fui el único al que le pareció una idea cojonuda.
Entretanto, por fin, abrieron el bar. Típico bareto de pueblo. Olor a fritanga revenida y oscuro, muy oscuro. ¿Sería un presagio de lo que más tarde iba a acontecer? Apenas un par de vecinos hablando de fútbol. Café y un trozo de bizcocho casero y reseco. Al salir parece que la cosa se va animando. Unos pequeños puestos de jabones artesanales se han colocado en la plaza del pueblo, presidida por la iglesia (que por cierto no abrió en todo el día) y por un frontón que me recordó tiempos pasados en los que veraneaba en el pueblo de la tía de mi madre y bla bla bla.
Me siento en un poyo de la plaza. El solecito empieza a calentar y se agradece. Unos viejetes del pueblo se sientan a mi lado y sus conversaciones (de las que me hacen partícipe) me entretienen hasta bien entrado el mediodía.
Para entonces, la plaza del pueblo está la mar de animada. Empiezo a no entender nada. Me dicen los ancianos que el lunes no queda allí ni Dios (como el resto del año), pero que precisamente ese día, el pueblo está como nunca. ¿Pero no se supone que allí va a pasar algo terrorífico? ¿Qué empuja a todos estos descerebrados a venir aquí justo este día? De repente, sonidos de dulzainas y tambores. Ambiente festivo. ¡Si hasta ha venido la tele y algún político provincial!
Vuelvo al bar. Hora de una cervecita y de hacer base. Bocata de lomo entre pecho y espalda. Este también casero, pero mucho mejor que el bizcocho de la mañana. Por cierto, el tercio de cerveza, uno cincuenta, benditos pueblos.
Se me olvidó comentaros antes algo más de lo que venía buscando. Por lo visto, al tiempo que aparecen los diablos, en medio de tanta oscuridad, bullicio, carreras, caos y aparente dolor, aparecen unos extraños personajes. Dicen que tienen forma de mujer y visten de colores llamativos. Los vecinos las llaman “mascaritas”. Son mudas y carecen de toda expresividad. Según cuentan, ellas parecen escapar de manera mágica e incomprensible del terror imperante. Nadie sabe los motivos por los cuales los diablos no se atreven a molestarlas. Aun así, no parecen fiarse del todo de las fieras criaturas y algunas dicen que van armadas con bastones de generoso tamaño.
Cada vez hay más gente con cámaras colgadas a sus cuellos. Cámaras que ya las quisiera para sí el mismísimo Steve McCurry. Pues en esto, estaba yo tan tranquilo sentado en la plaza con una cervecita (otra) y observo alboroto y gente corriendo a lo lejos. A las afueras del pueblo, saliendo de una nave medio derruida, se vislumbran unas criaturas negras con grandes cuernos. ¡Coño! ¡Son los diablos! Casi al tiempo, aparecen las primeras impávidas y desafiantes “mascaritas”. El miedo se respira. La gente, nerviosa, corre delante de los diablos ¡Joder! ¡Que hay más calles! ¿Por qué tenéis que ir justo delante? Decenas de fotógrafos agolpados parecen tan abstraídos en captar imágenes que no son conscientes de los riesgos que asumen. Más pronto que tarde, todos terminaremos tiznados por las temibles garras de los diablos.
Minutos de terror, carreras, gritos, ruidos de “cencerros”. Los diablos parecen dirigirse al centro de la población. Pero cuando los diablos llegan al centro del pueblo, la cosa, sorprendentemente, cambia. Parecen cansados y se rinden a los placeres terrenales. Comienzan a danzar, beber e incluso a retratarse con algunos insensatos. No me fio ni un pelo. Aprovecho ese momento para, sin hacer mucho ruido, pirarme de allí. Herido, pido uno toallita medio-húmeda a un coleguita fotógrafo que hice durante la jornada y ambos, medio acojonados, medio contentos por estar vivos, salimos de allí pintando. El pa’ Alicante yo pa’ Madrid.
Dicen que al llegar el ocaso, los diablos desaparecen llevándose con ellos a sus víctimas. De esto ya no puedo dar fe porque a esa hora estaba en la Autovía A2 con mi Smart a todo lo que da, que no es mucho, seamos sinceros.
La aldea volverá a la normalidad. Durante todo el año, los pocos lugareños que queden, contarán lo que allí sucede al incauto extranjero que por ahí se deje caer.
Las noches siguientes apenas dormí. Creo que ya lo he superado, aunque las piernas me tiemblan aún cuando rememoro lo hechos. Me he animado a escribir estas letras por si me pasara algo y advertiros de lo que allí sucede.
Avisados estáis.
¡Al grano!
Pues resulta que hay una bella y apacible aldea de La Alcarria donde, una vez al año, el terror parece apoderarse de sus calles. Me habían llegado informaciones al respecto y como uno a veces peca de incrédulo e ingenuo, me dije a mí mismo que tenía que comprobarlo en primera persona. El día señalado resultó ser sábado de Carnaval y lo tenía libre, por lo que me animé a comprobar si la leyenda era real o, por lo contrario, hacía honor a su nombre y no era más que fantasía popular.
Madrugón del quince. Cogí mi Smart forTwo y con dos cojones me planté allí a las nueve de la mañana.
¡Ni Dios! Y un frío que te cagas.
Mientras aparco mi pepinaco, a lo lejos, fotografiando una barandilla de un pequeño puente, diviso un fotógrafo con un pedazo de cámara y objetivo de estos “wow”. Pienso: “Este es de los míos”. Error. Me acerco al tipo, que parece vestido para una secuela de Cocodrilo Dundee. Yo, muy afable y con la mejor de mis sonrisas me presento: “Buenas, me llamo Rodrigo bla, bla, bla (…)” Me mira de arriba abajo. Mi Fuji (llevo en la mano una pequeña y cuqui Fujifilm Xf10 doradita) no parece causarle ni la más mínima impresión. Mi credibilidad como fotógrafo está por los suelos. Al menos es lo que yo interpreto al leer la expresión de su cara. Le comento que he venido a ver si es verdad lo que cuentan respecto de lo que allí dicen que sucede y que quiero dejar constancia gráfica. Pienso: “¡Vamos, hombre, que soy de los tuyos coño!” Pero ni con esas. Este tío debe ser un crack jugando al poker. Después de unos cuantos monosílabos por conversación, decido que aquello no va a ir más allá y le dejo afotando la barandilla de hierro oxidada.
¿He dicho que hacía un frío del carajo? El pueblo es pequeño y lo recorrí en media hora. Helado, me propuse encontrar algo que presumo siempre de que se me da muy bien: el bar del pueblo. No hay pueblo sin bar en este santo país. ¡Pero coño, lo que me costó encontrarlo! ¿Un solo puñetero bar? ¡Estamos perdiendo las buenas costumbres, joder! Para colmo, cerrado.
Camino otro rato con la esperanza de sacar alguna foto de estas rurales que tanto nos molan a los modernos de ciudad. Entre tanto, por fin veo a una señora vecina del lugar. Le interrogo acerca de los hechos espeluznantes de los que me han hablado. Su respuesta es taxativa y poco esperanzadora para mí: “¡Uy hijo, pues no vienes pronto tú ni ná!”. La buena señora me comenta también que, en el mejor de los casos, los diablos saldrían a media tarde. ¡Ojo!. Ha dicho diablos. Es la primera vez que alguien menta a los diablos. Pienso para mí que igual la leyenda no es tal. Os voy a poner en antesala de lo que sabía del tema antes de llegar:
Cuenta esa leyenda que una vez al año, en esa villa, decenas de diablos emergen desde las entrañas de la tierra. Es a través de una grieta secreta y de origen desconocido por la cual, estas criaturas tiznadas de negro salen al exterior, sembrando el caos y el terror en los vecinos.
Dicen que los gruñidos y los sonidos que emanan de unos extraños artificios metálicos colgados de sus cinturas (he visto dibujos y pa´ mí que son cencerros) aterrorizan a la población. Las víctimas, según se cuenta, son numerosas. La gente intenta escapar como puede y todo parece transformarse en caos. La gente hará lo imposible por evitar que los diablos embadurnen sus rostros de negro hollín. Si lo logran, los arrastrarán consigo al infra mundo del que proceden.
Bueno, pues eso es más o menos lo que sabía antes de llegar. No me negaréis que, a priori, no acojona. Pues pese a ello, pensé que podría ser un buen sitio para afotar. Por cierto, que no fui el único al que le pareció una idea cojonuda.
Entretanto, por fin, abrieron el bar. Típico bareto de pueblo. Olor a fritanga revenida y oscuro, muy oscuro. ¿Sería un presagio de lo que más tarde iba a acontecer? Apenas un par de vecinos hablando de fútbol. Café y un trozo de bizcocho casero y reseco. Al salir parece que la cosa se va animando. Unos pequeños puestos de jabones artesanales se han colocado en la plaza del pueblo, presidida por la iglesia (que por cierto no abrió en todo el día) y por un frontón que me recordó tiempos pasados en los que veraneaba en el pueblo de la tía de mi madre y bla bla bla.
Me siento en un poyo de la plaza. El solecito empieza a calentar y se agradece. Unos viejetes del pueblo se sientan a mi lado y sus conversaciones (de las que me hacen partícipe) me entretienen hasta bien entrado el mediodía.
Para entonces, la plaza del pueblo está la mar de animada. Empiezo a no entender nada. Me dicen los ancianos que el lunes no queda allí ni Dios (como el resto del año), pero que precisamente ese día, el pueblo está como nunca. ¿Pero no se supone que allí va a pasar algo terrorífico? ¿Qué empuja a todos estos descerebrados a venir aquí justo este día? De repente, sonidos de dulzainas y tambores. Ambiente festivo. ¡Si hasta ha venido la tele y algún político provincial!
Vuelvo al bar. Hora de una cervecita y de hacer base. Bocata de lomo entre pecho y espalda. Este también casero, pero mucho mejor que el bizcocho de la mañana. Por cierto, el tercio de cerveza, uno cincuenta, benditos pueblos.
Se me olvidó comentaros antes algo más de lo que venía buscando. Por lo visto, al tiempo que aparecen los diablos, en medio de tanta oscuridad, bullicio, carreras, caos y aparente dolor, aparecen unos extraños personajes. Dicen que tienen forma de mujer y visten de colores llamativos. Los vecinos las llaman “mascaritas”. Son mudas y carecen de toda expresividad. Según cuentan, ellas parecen escapar de manera mágica e incomprensible del terror imperante. Nadie sabe los motivos por los cuales los diablos no se atreven a molestarlas. Aun así, no parecen fiarse del todo de las fieras criaturas y algunas dicen que van armadas con bastones de generoso tamaño.
Cada vez hay más gente con cámaras colgadas a sus cuellos. Cámaras que ya las quisiera para sí el mismísimo Steve McCurry. Pues en esto, estaba yo tan tranquilo sentado en la plaza con una cervecita (otra) y observo alboroto y gente corriendo a lo lejos. A las afueras del pueblo, saliendo de una nave medio derruida, se vislumbran unas criaturas negras con grandes cuernos. ¡Coño! ¡Son los diablos! Casi al tiempo, aparecen las primeras impávidas y desafiantes “mascaritas”. El miedo se respira. La gente, nerviosa, corre delante de los diablos ¡Joder! ¡Que hay más calles! ¿Por qué tenéis que ir justo delante? Decenas de fotógrafos agolpados parecen tan abstraídos en captar imágenes que no son conscientes de los riesgos que asumen. Más pronto que tarde, todos terminaremos tiznados por las temibles garras de los diablos.
Minutos de terror, carreras, gritos, ruidos de “cencerros”. Los diablos parecen dirigirse al centro de la población. Pero cuando los diablos llegan al centro del pueblo, la cosa, sorprendentemente, cambia. Parecen cansados y se rinden a los placeres terrenales. Comienzan a danzar, beber e incluso a retratarse con algunos insensatos. No me fio ni un pelo. Aprovecho ese momento para, sin hacer mucho ruido, pirarme de allí. Herido, pido uno toallita medio-húmeda a un coleguita fotógrafo que hice durante la jornada y ambos, medio acojonados, medio contentos por estar vivos, salimos de allí pintando. El pa’ Alicante yo pa’ Madrid.
Dicen que al llegar el ocaso, los diablos desaparecen llevándose con ellos a sus víctimas. De esto ya no puedo dar fe porque a esa hora estaba en la Autovía A2 con mi Smart a todo lo que da, que no es mucho, seamos sinceros.
La aldea volverá a la normalidad. Durante todo el año, los pocos lugareños que queden, contarán lo que allí sucede al incauto extranjero que por ahí se deje caer.
Las noches siguientes apenas dormí. Creo que ya lo he superado, aunque las piernas me tiemblan aún cuando rememoro lo hechos. Me he animado a escribir estas letras por si me pasara algo y advertiros de lo que allí sucede.
Avisados estáis.